De memoria y olvidos...
POR SIEMPRE JAMÁS*
A mi madre
Él se quedó, no necesitó guardar
cada recuerdo como algo
precioso.
Cuando Margarita se fue, se fue
del todo, dejaba en el puerto
que se empequeñecía en el
horizonte todo el universo
conocido. Sin viajar ella se
fue; porque ella estaba quieta,
el barco estaba quieto, y era el
puerto, era el puerto que se
marchaba, que se iba que
desaparecía finalmente en el
mar.
El puerto se iba la ciudad se
iba, la casa la calle las amigas
el colegio de la infancia, cada
una de las monjas y hasta el
campanario de la iglesia
escapaba en fuga, las palomas
alrededor en vuelo suspendido
para eternamente.
Ella se fue. Cada lugar, cada
rostro, cada moldura de los
faroles de hierro quedó inmóvil
en los traspatios de su emoción.
Iguales a sí mismos, sin cambiar
las bombillas, sin necesidad de
una mano de pintura, faroles
fotográficos. Los olores se
hicieron espesos, el agua de las
fuentes se congeló en un
instante definitivo, y San
Sebastián fue para siempre el
San Sebastián de la infancia.
Como él se quedó, la vida
transcurrió lentamente con sus
olas imperceptibles, y cada
pequeña transformación fue
aceptada y borró con su aguarrás
sutil el trazo de óleo que
subyacía. La carretera se tragó
un ala de la fábrica, el negocio
de novedades suprimió la
charcutería, el tonto del pueblo
no sólo murió sino que se
disolvió hasta en la memoria de
los vecinos. El traqueteante
tren se tornó silencioso y negó
su antiguo encanto de columna de
humo; los hombres no se bajaron
más a cortar leña para alimentar
el fogón y continuar la marcha
interrumpida, olvidaron su deber
común de pasajeros, se olvidaron
incluso de los ruidos detrás de
las montañas, y la pregunta de
los niños "¿qué es ese estruendo
lejano?", se olvidaron de la
lacónica respuesta "es la
guerra".
Ella, que se fue, que se vino,
mantuvo en su mente la ciudad
como una maqueta delicada y
precisa. Levantaba el tejado de
una casa y allí estaban las
figuritas en sus actitudes
típicas, las cinco hermanas
eternamente en fila trenzándose
el pelo unas a otras; la
campesina en la plaza del
mercado ofreciendo sus verduras
bajadas del monte, el burro
siempre a punto de comenzar a
rebuznar cuando se había cansado
de sostener las alforjas; los
hombres derribando parte de la
pared de la casa de la mujer
obesa para poder retirar su
ataúd. Y las rosas, las rosas
ofreciendo sus pétalos jóvenes,
esos pétalos que jamás se
marchitaron, esparcidos por el
suelo en la procesión de la
Virgen.
La expresión "por siempre jamás"
con su irreductible
contradicción refuerza la imagen
de lo eterno, punto en el que
converge lo imposible y se
decanta la infinita tristeza.
Él se quedó. La ciudad creció a
su alrededor devorándose a sí
misma.
Él, que no se fue, que no vino,
perdió la ciudad antigua sin
saber que algo se le iba de las
manos.
Margarita, cuando volvió a las
calles y a su mar, llevó consigo
el tiempo en los ojos maduros.
Descubrió, como Heráclito y
Ulises, que el retorno es
imposible.
Pero detrás de las lágrimas y la
sucesión de los otoños, ella
posee a su ciudad en mapa
caligráfico, en poema de
alfabeto para sordos, en el
vuelo de una falda y en la
exquisita litografía en sepia de
un único helecho delicado y
húmedo bajo la fresca sombra de
los robles.
*de MÓNICA RUSSOMANNO Y CARRERA
russomannomonica@hotmail.com
( Gracias a Eduardo Lucio Molina
y Vedia, por recortar la primera
frase de mi parloteo; y a
Eduardo Coiro por compartir la
emoción y similares acaeceres.)
Gentileza:: inventivaedicion@infovia.com.ar
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